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  • Foto del escritorEdito Estudiantil

Mejenga de domingo

Fotografías y texto: Kevin Arias.


Comienzan las “series”, los lujos, las acrobacias. Y la pelota se eleva al cielo. Es el ritual que precede cualquier “mejenga”.

Es casi mediodía. Estoy sentado a la sombra de un árbol que me protege de los dedos quemantes del sol. Hace calor, pero una tímida brisa corre con la velocidad oportuna para retener el sudor de mi frente. Una nube oculta al sol; miro hacia arriba y enseguida escucho el sonido de bicicletas, pasos y risas.


Son seis. Vienen con botellas de agua y una pelota de fútbol. Acomodan sus pertenencias y caminan hacia el pavimento, sobre el cual comienzan a reconocerse las grietas y se dibujan las sombras de los árboles. Los miro de lejos, con la cámara pegada al ojo y el dedo tembloroso sobre el obturador en un intento desesperado por capturar el momento justo. Se organizan en un círculo. Comienzan las “series”, los lujos, las acrobacias. Y la pelota se eleva al cielo. Es el ritual que precede a cualquier mejenga.


Siempre es lo mismo: la pelota al centro para hacer el saque. Es de las pocas reglas que se conservan del fútbol tradicional.

Algunos metros adelante, separados por una malla, los miran tres muchachos que también se pasan la bola. Pero lo hacen con un aire de desánimo, dirigen miradas discretas hacia los otros seis como si quisieran decirles algo. Ni una palabra. Del otro lado de la malla ya brotan las carcajadas y alguien se separa del círculo.


“Maes, ¿por qué no armamos la mejenga?”, escuché decir a uno. Uno de los otros tres le respondió enseguida: “Claro”, dijo, y meditó un poco más la respuesta: “pero somos nueve…”. Se miraron entre ellos y luego un hombre con gorra se acercó a mí: “Mae, ¿por qué no juega usted?” Le respondí que en realidad había ido a hacer fotos, pero que podía jugar algunos minutos. Guardé la cámara. Cuando me giré para levantarme, ya me habían dado un chaleco.


Siempre es lo mismo: la pelota al centro para hacer el saque. Es de las pocas reglas que se conservan del fútbol tradicional. Por lo demás, las condiciones de la cancha dictan lo que se puede y no se puede hacer. Y es en ese momento, en el que analizo que la “mejenga” es un evento extraño. Muchas veces ocurre entre amigos, pero la mayoría de las veces se juega con desconocidos.


Cuando se efectúa el saque, al menos diez almas corren como posesas detrás de un esférico lleno de aire. Es el deporte por excelencia; no solo en Costa Rica, sino en el mundo.

Recuerdo mi infancia y me vienen imágenes sueltas de niños que cargaban una pelota con ellos. Iban al planché o la calle y comenzaban a jugar solos. Podían pasarse la tarde así, pero casi siempre aparecía alguien que se detenía a “mejenguear” un rato. Y de esa forma se acercaban más personas, hasta que se completaban los diez o quince elementos necesarios para conformar dos equipos o tres o cuatro...


No hay árbitros, no hay medio tiempo y el final es un misterio, que por lo general, lo determina el desgaste de las piernas. Tampoco se respetan disposiciones tácticas, porque no existen. De hecho, a duras penas se encuentra a alguien lo suficientemente atrevido como para considerarse portero.


Cuando se efectúa el saque, al menos diez almas corren como posesas detrás de un esférico lleno de aire. Es el deporte por excelencia; no solo en Costa Rica, sino en el mundo. Y el éxtasis que se vive cuando esa pelota entra en la portería contraria es inexplicable. Al mismo tiempo, se convierte en un deseo que no encuentra saciedad. No basta un gol. No basta saber que se va ganando. El juego reclama más.


Alguien la pisa, hace una amague y se escabulle.

La bola se mueve de un lado a otro. Cambia de dueño constantemente. Alguien la pisa, hace una amague y se escabulle. Otro se detiene, echa un vistazo por la cancha y decide pasarla a algún compañero. Es un ajedrez violento, acelerado, impredecible. Se buscan los espacios, se busca siempre alguien que tenga la convicción de que su tiro ingresará entre los tres tubos, ya oxidados por los embates del sol, la lluvia y el tiempo.


Se buscan los espacios, se busca siempre a alguien que tenga la convicción de que su tiro ingresará entre los tres tubos ya oxidados por los embates del sol, la lluvia y el tiempo.

Después de unos minutos, los pies comienzan a arder. El cemento parece despedir fuego. El sudor brota de las sienes y nubla la vista. Un bochorno se instala en el ambiente. Nadie habla. Solo se escucha alguna onomatopeya, algún quejido, un lamento sordo… y el inconfundible sonido del cuero siendo golpeado, haciéndose paso entre las grietas: “tiki-taka, tiki-taka”.


Todos participan, todos quieren hacer un pase, un tiro, un regate, una gambeta, lo que sea. Se corre por diversión y por el simple anhelo de conducir la pelota. A nadie le importa quién defiende o quién ataca. Tampoco el resultado tiene mucha relevancia. “¿Vamos 2-1 o 3-1?” preguntó alguien, su compañero le respondió con sinceridad y cierta indiferencia: “No sé, pero vamos ganando”.


Percibo que alguien se sienta a la par mía. Es uno de los señores que estaba jugando. Tiene el pelo canoso, la piel rugosa y los ojos melancólicos.

De ese modo se escurren los minutos, y la percepción del tiempo desaparece. No es nada extraño asistir a una “mejenga” que se extiende hasta la puesta del sol, cuando el estómago comienza a rugir y el cuerpo reclama algún alimento.


El juego, ese trance indescriptible, no finaliza sin dejar algún recuerdo en la piel. Las barridas, los golpes, las caídas, las faltas que no se señalaron… todos son caminos que conducen a un mismo desenlace: el encuentro con el duro pavimento. Algunos, como es de esperar, cargan esas cicatrices desde niños.


Picó la bola sobre su cabeza, y esta ingresó en la portería a trompicones, lenta pero ya incontenible.

Supongo que ya es más de mediodía, quizá la una de la tarde. Ya las piernas pesan y el sudor moja el cemento. Ellos se detuvieron un instante para hidratarse. Yo, por mi parte, salí de la cancha y me senté en una banca. Las “mejengas” tienen incontables momentos de fastidio. En el fútbol callejero, y en el mejor de los casos, la pelota puede terminar en la calle o en un montazal; en el peor de ellos, hay que ingeniárselas para bajarla del techo de alguna casa.


Tomé la cámara de nuevo y comencé a tomar fotos. Pero antes intenté hacer memoria del marcador. Fallé. Tampoco me fue posible recordarlo. Miré hacia arriba una vez más: la nube se movió de lugar. Otra vez hace calor, y ya algunos se toman las rodillas en señal de cansancio. Aprovechan cada salida de balón para tomar un poco de agua o sentarse en el cemento.


El ritmo se torna cada vez más lento, como es normal. Algunos pases se hacen a desgano. Algunos ya no corren o deciden no volver a marcar. Un gol, otro, otro, y otro. Cuando entran con facilidad, se pierde el entusiasmo. Aparecen los primeros reclamos de los que aún no se sienten vencidos por la fatiga: “Vamos mae, póngale. No pueden pasar tan fácil”, dijo uno de los que estaban en mi equipo. No hubo respuesta.


Todos arrastraban los pies. Incluso podía escucharse el sonido de la suela raspándose contra la piedra. Si seguían corriendo, se trataba de inercia. Los rostros se les veían desencajados, los brazos parecían columpiarse y los cuerpos se jorobaban.

Para evitar que el juego acabara de manera prematura, hubo cambios entre los dos equipos. El calor abrasaba cada vez con mayor intensidad, pero la mente se resistía que el balón dejara de rodar. Impulsados por un segundo aire, la marca se tornó más feroz, los pases más calculados y los tiros más precisos.


Afloraron las jugadas de lujo. También la ilusión con la que se acudía a disputar cada pelota. Todo comienza a fluir con más facilidad. Percibo que alguien se sienta a la par mía. Es uno de los señores que estaba jugando, tiene el pelo canoso, la piel rugosa y los ojos melancólicos. Me saluda, se encoge de hombros y mira el juego: “Qué va… ya no doy más”, me dijo visiblemente extenuado. Los dos mirábamos una jugada.


Veo que el hombre de gorra comienza a hacer series mientras los demás bromean y hablan sobre cualquier cosa.

Alguien tomó la pelota desde su propia área y galopó junto a ella hasta el marco contrario. Regateó a uno, dos, tres y el cuarto ni siquiera hizo el intento por detenerlo. El hombre, de contextura más gruesa que los demás, se acercó al portero, que se barrió a sus pies en un gesto desesperado. No pudo evitarlo. Picó la bola sobre su cabeza, y esta ingresó en la portería a trompicones, lenta pero ya incontenible. Gol.


El señor a mi lado aplaudió y soltó una risa de satisfacción. El otro equipo recogió el esférico, el cual había comenzado a decolorarse por el roce con el cemento. Nuevamente, el juego cayó en una especie de limbo. El gol no supuso un punto de inflexión, pero dejó claro que las piernas ya no se movían con la presteza de hace una hora y media.


Todos arrastraban los pies. Incluso podía escucharse el sonido de la suela raspándose contra la piedra. Si seguían corriendo, se trataba de inercia. Los rostros se les veían desencajados, los brazos parecían columpiarse y los cuerpos se jorobaban.


Alguno, el más sensato de todos, tal vez, tomó la bola con sus manos. El mensaje fue comprendido por todos: la mejenga había terminado. Nadie opuso resistencia. Se saludaron amistosamente, y aunque es casi seguro que no sucederá, se prometieron volver a encontrarse para jugar juntos. Es una medida de cordialidad, un deseo reprimido.


Me aproximo a uno de los balones para tomar alguna foto más. Veo que el hombre de gorra comienza a hacer series mientras los demás bromean y hablan sobre cualquier cosa. De nuevo a la pelota: andrajosa, mullida; ya solo sobrevive la tela. Disparo la cámara por última ocasión y escucho una voz que se dirige a mí: “Mae, venga a mejenguear el próximo domingo”.


De nuevo a la pelota: andrajosa, mullida; ya solo sobrevive la tela...

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