Por: Angélica Castro.
Hace una par de meses dos chicas decidieron casarse, como lo hacen a diario cientos, sino que miles de parejas en el mundo. Se casaron por amor, hacia la otra, hacia la vida, pero principalmente, (si se permite ejercer este juicio) por amor a la rebeldía. Las dos mujeres en cuestión, que se consideran a sí mismas como tal y se identifican de la misma forma, no eran, sin embargo, solo un par de chicas. Según el registro civil una de ellas era una F, como corresponde y la otra una M, una letra que ella no pidió y que a pesar de serle impuesta todos los días de su vida, no solo no le correspondía, si no que además no podía pertenecerle. Una M y una F. ¿Qué son, al final, dos letras para el sistema que nos clasifica?
Unos cuantos días después de este matrimonio, y su consecuente revuelo en redes sociales y tribunales de justicia, un banco estatal decidió abrir una sucursal solo para clientes mujeres. La idea, que vista desde afuera podía considerarse como un intento de acortar las distancias que (no nos engañemos) afectan a todas las personas a las que el Estado registra como una F; se tiñó de tanto rosa y cliché y se rompió tan fácilmente como el material que le da nombre.
En el centro de educación superior con más prestigio del país, el mejor calificado a nivel centroamericano, unos 600 estudiantes reciben clases en medio de ríos y con condiciones que, literalmente, ponen en riesgo su vida. Misma universidad donde la cabeza y centro de operaciones del movimiento estudiantil, que reúne (voluntaria, involuntaria o inconscientemente) a 30.000 personas, es elegido cada año con un abstencionismo de más del 70%, acompañado con días de acoso panfletario que dura lo suficiente para alejar a más votantes de las urnas.
Entre bancos rosados, matrimonios anulados y facultades navegables el circo nos permite preguntarnos: ¿Podemos ser definidos por errores de nomenclatura? ¿Hay algunos más prescindibles qué otros? ¿Hacia dónde estamos caminando?
Kommentare