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¿Por qué hacemos la fiesta?

Felipe Hernández H.

[Secretaría Administrativa Editorial Estudiantil]


Surge la duda y surge la reflexión. ¿Por qué necesitamos hacer la fiesta? Y la pregunta no va dirigida a la cuestión colectiva, sino a la individual. ¿Qué nos hace querer festejar? Y entonces podríamos pensar en mil excusas que posiblemente no significan nada para nosotros, más que el engaño mismo de llevarnos a querer tomar unas cuantas birras. No está mal, no vamos a hablar de moral con respecto al alcohol, eso es lo de menos; el motivo va más por la cuestión de por qué sentimos la necesidad de hacerlo, de desear el fin de semana para poder irnos a meter a la Calle o a la Cali (por mencionar los dos ejemplos clásicos), y que el no hacerlo nos podría hacer sentir excluidos o miserables. Y es que no sucede que también nos sentimos excluidos o miserables estando ya en estas partes: bebemos alcohol, bailamos, nos perdemos, consumimos drogas; intentamos olvidar y/o intentamos encontrar, y es en estas dos últimas ideas donde más deberíamos de enfocarnos, ¿qué queremos olvidar?, ¿qué queremos encontrar? Quizá la respuesta debería de ser “el amor propio y la felicidad”.


La fiesta surge, desde tiempos muy antiguos, como algo espiritual-religioso: el bullicio, la aglomeración, el carnaval, la comedia, el alcohol y lo enteógenico eran elementos que forman parte de dichas celebraciones. Es quizá por nuestra educación actual de lo religioso que no podamos concebirlo de esa manera, donde ese entorno se ha vuelto de seriedad, respeto y aburrición, lo correcto; mientras que la fiesta (todo lo que abarca en ella) es lo malo, lo negativo.


Pensando en esto, cuando vamos a algún bar a festejar, ¿qué festejamos? Ciertamente no vamos a la Calle a pensar en algo espiritual o religioso, no estamos ahí para consagrar a ninguna deidad, no estamos ahí para dar gracias a la vida; quizá lo hacemos por puro hedonismo, en la más simple de sus acepciones. Pero incluso me atrevo a pensar que no es ni por eso, considero que ni siquiera hay una razón estable para hacer la fiesta más que una mera construcción ideológica: queremos ir allí donde la mayor parte del rebaño está, aunque no sea lo nuestro. Aunque nos podamos sentir solos entre tanta gente, nos veamos obligados a movernos a situaciones que quizá no nos imaginábamos jamás, todo porque de alguna manera hemos concebido que esa es la mejor manera de vivir la vida. Estamos buscando algo que no sabemos dónde encontrarlo, ese algo es felicidad. Nos hemos convertido en una generación de infelices que intentan camuflar ese reproche detrás de la fiesta, de aquello que nos da el goce momentáneamente por una noche o un par de horas; por ello desesperamos en que llegue el fin de semana, convención temporal como el espacio óptimo para el carnaval, y por ello odiamos el lunes y amamos el viernes (o el jueves de Calle).


Todo esto lo hacemos buscando una imagen, por más que estemos convencidos de que lo hacemos por gusto, de que nos encanta estar bebiendo y derrochando el dinero en esos entornos, de que así nos procuramos una felicidad. Al final se sienten desdichados dentro suyo, sonríen por fuera mientras lloran por dentro, romantizando la destrucción mental como el ideal de vida; beber o drogarse para calmar los dolores del alma. Es cierto, lo hace, pero temporalmente, después se necesitará desesperadamente de una nueva fiesta para calmar esa miserabilidad que, nos hemos convencido, nos acompaña en nuestras vidas.


Con esto no quiero decir que la fiesta sea mala, todo lo contrario, es esencial para la existencia básica del ser humano. Lo que sí es malo, o como nos gusta decir actualmente, tóxico, es esa inestabilidad emocional que pretendemos curarnos en ella.


Hay una frase de Bertrand Russell en su libro La conquista de la felicidad, que se quedó atrapada en mi mente por lo vigente que continúa siendo, “…observe a las personas que asisten a una fiesta. Todos llegan decididos a alegrarse, […]. Se supone que la bebida y el besuqueo son las puertas de entrada a la alegría, así que todos se emborrachan a toda prisa y procuran no darse cuenta de lo mucho que le disgustan sus acompañantes”. Mentiríamos si dijésemos que no nos hemos sentido así en algún punto, que por querer estar en el momento, por querer encajar, por querer “ser felices”, nos tragamos esas emociones; besamos por la necesidad desesperada de hacerlo aunque no queramos con esa persona, socializamos sin realmente socializar, no nos importa, solo nos convencemos por un momento de que eso es una gran experiencia sin reconocer lo próxima que está en ser una gran banalidad.


Entonces, ¿por qué hacemos la fiesta? En realidad esa es una pregunta muy personal, casi sin respuesta, pues no todos tienen el mismo motivo, pero casi estoy seguro de que si la viéramos como algo más espiritual, donde morimos una noche para renacer a la siguiente como nuevos seres, muchos podrían encontrarla más satisfactoria que el simple hecho de querer ir a la fiesta para tener algo qué mostrar en redes sociales y ser parte más de la colectividad (de la que nos sentimos rechazados).



 

Filólogo Clásico, cabeza de filósofo, pensador de la vida. Nihilismo positivo. Hedonista. Intento de todo y de nada.

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