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  • Foto del escritorEdito Estudiantil

Retrato de Marisol en acuarela

Por: Diana Badilla.

Ilustración: Yasira Ortiz.


Llevábamos unos meses de vernos y yo estaba loca por ella. Nuestro amor brotó como una sutil enredadera que reta a las condiciones climáticas adversas, en un suelo seco y lleno de surcos resquebrajados. Pero era aún un tallo débil y lampiño, como un resorte tímido color verde ternura. Pequeños botones se erizaban sobre nuestras pieles, como queriendo florecer pero retrayendo los pétalos hacia adentro.


¿Cómo se siente el amor? Quizás como una palpitación que recorre el cuerpo. Un leve dolor en la garganta, tan solo leve. Como si con cada exhalación se dejara botada el alma y con cada inhalación se aferrara a la vida. Como si el pecho se hiciera hielo, y de tanto frío quemara. Un fuego que quema con despiadada dulzura. Las manos, los brazos vibrando. El velo blanco sobre el cuerpo. El grito ahogado, el grácil llanto de los fuertes. El amor.


Había algo avasallante en su compañía, como si me sometiera al lento reconocimiento de un espejismo que de repente se hace materia. Para mirarla debía inclinar un poco mi mirada hacia abajo, tan sólo unos grados, no demasiado, pero hacia abajo. Y entonces el iris se transformaba en coníferas y perennifolios, ojos bosque, verde etérico, verde descaro.


Con el paladar manchado de lúpulo de cerveza, y con el residuo amargo en la parte trasera de la lengua, nos besábamos en su cama. Yo tomaba sus costillas y trataba de reconocer las formas, amasaba su cuerpo entre mis manos, con fuerza, como tratando de hacerla mía, de comprenderla, de dibujarla. Y en sus exhalaciones volvía a mi este intento: el aire estuvo en ella y ahora sale, se recicla la vida en sus pulmones mientras yo acelero su máquina de respirar. Mi tacto la coloca detrás de sus párpados, del lado del ensueño, de los inmortales; y su recién adquirida santidad entre mis dedos me hace llover por dentro. Llueve. El pequeño patio al lado de su cuarto se inunda poco a poco, las ventanas percutoras ahogan el eco de nuestros gemidos, resaltan la silueta del tacto a oscuras, húmedo invisible y familiar, familiar ya, a pesar del poco tiempo. Familiar, como a quién se ama, como quién se vincula desde lo biológico, la sangre, o el espíritu. Llueve adentro. Las paredes escurren sexo y las sábanas se embarran de éter: el piso hace charco de amor. Y las concavidades de mi ser vacío se llueven, lágrimas hacia adentro, fuego hecho agua, se llueve mi corazón sobre su pecho. Llevábamos unos meses de vernos, y su pelvis era ya mi crisol. La tomaba reclamando mi derecho a ejercer la magia, transmutando el deseo en placer y el placer en goce y el goce en desdoblamiento. Recorría las líneas de su cuerpo con mis labios entre abiertos, extasiada en la suavidad de su relieve, tomando cada pelo entre mis dientes, desmintiendo el mito de la otredad. Como caracoles amando, nos despojábamos de las corazas perfeccionadas a través de los años, y nos extendíamos sobre nosotras mismas, vulnerables, semipermeables al amor. Y jugaba yo entonces con la ruleta del sentido, girando a toda velocidad y buscando a tientas anclarme entre sus piernas, anclarme y sumergirme lentamente, hundirme, hasta la negrura.

***



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